El Säyuäs de Simiriñak
Lorena
Brenes
Como la mayoría de las personas de tu etnia, Albin, eres tímido,
pero con orgullo me enseñas tu escuela. Simiriñak está metido en la montaña, a
dos horas en camino de lastre de Turrialba y la escuela en donde enseñas es un
pabellón corto, de tres aulas solamente. La tuya es la primera. Tienes una
pizarra acrílica en la pared, libros en
un estante, reglas, lápices de colores guardados en latas viejas de garbanzos,
dibujos pegados en las paredes y un ábaco. Estás dando la clase de matemáticas.
—¿Existe la palabra matemáticas es cabécar?, te interrumpo
mientras me enseñas tu clase.
—No, me respondes.
Seguimos con el recorrido. Tienes 18 pupitres recién
donados, casi todos se encuentran vacíos. Hoy solamente llegaron 2 niños a tu
clase.
—Es que hoy hay citas en el Ebais, entonces casi ninguno
viene, me dices mientras revisas los dos cuadernos con las tareas.
Pero me cuentas que en los días buenos llegan hasta 15
niños. La escuela tiene en total 52 alumnos y 20 de ellos son de kinder. Simiriñak es la única escuela en
la zona que tiene ese nivel, por lo que, según me cuentas, hay niñitas que
caminan hasta dos horas para llegar. Tu alumnos son de primer y tercer grado;
les enseñas juntos y revueltos en la clase con la pizarra dividida en dos, pero
sientes como si todos los niños de la escuela fueran tuyos. Hay tres maestros,
pero eres el único cabécar. Solo tú les habla en su idioma y solo tú los
entiendes, porque en Simiriñak los niños no hablan en español.
Es por esta razón que a la hora de darles clases sientes
como le vas arrancando de a poco su cultura, su idioma, lo que son. Debes
hacerlo, porque si no, no van a poder llegar al colegio. Esa es tu meta como
maestro: que todos los niños de Simiriñak lleguen ahí. El año pasado se graduó uno de sexto y hoy está en Grano de
Oro, estudiando.
Pero no nos adelantemos, vuelves a ver a tu alumna, que
tímidamente te llama, “Säyuäs”.
Vas, le revisas el cuaderno y la corriges. Desde donde
estoy, en la entrada de la clase, puedo ver cómo le enseñas a usar
correctamente una regla y le hablas en un cabécar que suena como a un susurro mezclado
con español, porque como me dijiste antes, la palabra matemáticas no existe en
tu idioma, ni tampoco regla, ábaco, pilot
con el que escribes en la pizarra, u
otras palabras simples con las que debes enseñarles.
Cuando regresas me dices que esa niña se llama Mayela y
que ya está en tercer grado, pero que por poco no lo logra. No por sus
capacidades, porque me dices que es de tus estudiantes “estrellas”. Entonces me
cuentas su historia.
Tres años atrás llegó Mayela a tu clase, iba con su
uniforme nuevo, bueno, nuevo para ella, porque la camisa blanca y la enagua
eran de su prima. Llevaba un cuaderno y un lápiz en una bolsa plástica y la emoción
en el rostro que tienen todos los niños en su primer día de clases. A las 11:30
de la mañana, Mayela se fue a su casa acompañada por su madre. Al día siguiente
no llegó y, al tercer día, tampoco. Le preguntaste a un primo de ella que
estaba en cuarto grado y te dijo que Mayela ya no iba a volver. Su mamá se
cansaba mucho caminando una hora todos los días para llevarla y después
recogerla en la escuela.
—Eso es normal aquí, me dices cuando ves mi cara de
asombro. La mayoría de los niños deben caminar mucho para poder venir a
estudiar; algunos se organizan y vienen en grupos; a otros los traen las mamás.
Y ahí es cuando recuerdas. Tú mismo tuviste que hacer tus
largas caminatas cuando eras pequeño e ibas a la escuela en Ujarrás, donde
naciste y viviste hasta que terminaste el colegio. Era una hora de ida y otra más de vuelta.
Pero tu padre nunca te permitió que dejaras la escuela, aun cuando querías
quedarte en la finca. Mas tarde en esta historia entenderé la determinación de
tu papa de que estudiaras.
En tu escuela en Ujarrás fue donde tuviste que aprender a
hablar en español. Tu maestro solo hablaba en esa lengua que te resultaba tan
extraña y solo oías como un cantarín cuando él hablaba y se la pasaba haciendo
dibujos con tiza en la pizarra, para que tú y tus compañeros asociaran las
palabras con su significado. Hoy que eres maestro me cuentas lo difícil que es
eso.
—Hace unos días estábamos viendo educación vial. Algo tonto
pues aquí apenas hay una calle de
lastre. Pero bueno, la cosa es que el libro traía un semáforo. ¿Cómo le explico
a un niño cabécar lo que es un semáforo, si en su vida no ha visto uno y no
existe una palaba ni parecida en su idioma?
Me dices que es frustrante, pero que aun así debes
enseñar, aunque el programa educativo no esté hecho para esta escuela, para
estos niños. Los libros vienen en español; el método de enseñanza también. Es
por esto que les enseñas en esa mezcolanza de idiomas, en tu español cantado y
en tu cabécar susurrado, porque de otra forma ellos no entenderían. Los
exámenes se hacen en español y, por tal razón, tus alumnos de primero y tercero no obtienen
notas más altas que setentas. Más tarde, averiguaré en la clase vecina, en
donde dan quinto grado, que ahí las notas suben un poco, no mucho. Pero es
porque los alumnos ya están hablando en español.
Mayela, tu alumna de tercero, ya lo habla casi corrido,
pero para que eso pasara, tuviste que ir a su casa a convencer a su mamá de que
la siguiera mandando a clases. Cuando el primo de la niña te dijo que ella no
iba a volver, el sábado siguiente agarraste tus botas de hule y fuiste a
visitarla. En la casa vivían cuatro niños más: a ninguno lo reconociste por lo
que pudiste deducir que no iban a clases. La madre te recibió tímida, como es lo
normal y sin dejarte hablar te dio sus razones. Ni ella, ni su esposo, ni
ninguno de sus hijos ha ido nunca a una escuela y no entiende por qué Mayela
insiste tanto si de nada le va a servir. Debe trabajar en la finca y recoger la cosecha, al igual que sus hermanos,
pues su mamá no puede gastar cuatro horas diarias caminando, cuando debe bajar los cacaos de los árboles y
hacer la comida
Me
cuentas, cómo, de la forma más apasionada, le explicaste lo importante que es
estudiar, que les enseñas en español lo que ellos necesitan para defenderse en
el mundo de los blancos. ¡Que si se lo proponían, podrían llegar hasta el
colegio! Y también le dijiste que eres un enamorado de su cultura y que les hablas también en cabécar y que tienen
una clase en la que hablan sus costumbres. El esfuerzo de la caminada valía la
pena.
Haces
una pausa y con orgullo y casi sacando el pecho, me dices que ese día llegaron
a un acuerdo. La mamá de Mayela la llevaría todas las mañanas a la escuela y al
final de las clases tú la llevarías de vuelta hasta la mitad del camino, donde la estaría esperando un primo suyo, no
mucho mayor que ella, para llevarla hasta su casa.
Enseñar
es tu pasión, Albin. Tu vocación y cuando te pregunto por qué te hiciste
maestro, me doy cuenta de que, además, es
tu destino, para lo que fuiste criado y entiendo ahora por qué tu padre nunca
te dejó faltar a clases
—Yo soy säyuäs porque de mis 11 hermanos, nueve también lo
son. Mi papá lo era, así como muchos de mis tíos y primos. Tenemos la tarea mandada
por Sibö de enseñar a los nuestros
y de que ellos no se pierdan ni olviden quienes son ni de dónde vienen.
“Soy un
enamorado de mi cultura”, eso me lo has repetido ya varias veces y quieres que
tus alumnos así lo sean, siempre. Por eso todos los lunes te encargas de espantar
al Bukuru. Ese espíritu que se queda
en los lugares en los que nada se mueve, como las aulas en los fines de semana.
Me cuentas el ritual que hiciste el lunes pasado. Entraste con cara de valiente
a la clase, los niños esperaban temerosos afuera, porque el Bukuru es malo, prendes fuego a una hoja
de papel y, con el humo, recorre todos los rincones de tu clase. Sacudes las
sillas, mesas y papeles para espantarlo y, cuando sientes que se fue, los niños
son libres de entrar.
A veces sientes que luchas por nada, porque de todas
formas estos niños deberán dejar de hablar su idioma si algún día quieren
seguir estudiando. En el colegio de Grano de Oro ya nadie habla cabécar. Esos
niños que en sexto grado se entretenen en la clase de cultura practicando sus
costumbres, cantando y bailando, se convierten en jóvenes que se avergüenzan de
sus raíces. Con decepción en el rostro me cuentas como una vez te topaste en
Turrialba a un alumno tuyo que logró llegar al colegio. Lo saludaste en
cabécar: “Jiá” , y él te contestó con un serio
“Hola”, y siguió por donde venía, hablando con sus amigos y mandando un
mensaje por su celular.
Y es que la vergüenza de los niños cabécares, crece
conforme van creciendo: por las trabas institucionales, por la falta recursos.
De ahí que mantenerles la cultura a tus alumnos no es lo único con lo que debes
luchar. Otro de los grandes obstáculos es el ausentismo. No sabes lo que es
tener todos los pupitres de tu clase llenos; el que vino a clases el lunes, no
viene el martes; tal vez el miércoles aparezca, por lo que, llevar un control y
un seguimiento en la educación de estos niños, es casi imposible. Me enseñas la lista de tu
clase: hay 17 niños inscritos y el hecho de que hoy hubiera cita en el Ebais no
es la única razón por la que solo hay dos niños ahí sentados. Muchos viven la
misma historia que Mayela y deben caminar hasta dos horas de ida y dos más de
vuelta, a lo que se suma un enorme desinterés por parte de los padres, porque
la mayoría nunca fueron a una escuela y no comprenden por qué sus hijos deben
hacerlo cuando podrían estar trabajando, monteando
o recogiendo frijoles. “Y en época de la colecta de frijol, no se aparece ni
uno solo a la escuela”, me cuentas.
No todo es oscuro, Albin. Mientras hablamos, me cuentas, sin darle mucha importancia, que ahora ya no
tienes que llevar a Mayela de vuelta a su casa porque cuando lograste convencer
a su mamá y ella llegaba todos los días a la escuela, le contaba a sus primos
cómo eran las clases y todo lo que aprendía, y, al poco tiempo, ellos también
quisieron ir. Ahora van y vienen todos juntos y eso es gracias a ti, Albin. Luchaste
por Mayela y su emoción por estudiar se contagió
También me cuentas de que acaban de recibir 20
computadoras donadas por la Fundación Omar Dengo y que tú mismo le vas a
enseñar a los niños a usarlas. Simiriñak ha sido vista por el Ministerio de Educación
Pública como una escuela modelo. Tienen nuevos pupitres y libros donados. Hasta
hay un teléfono público afuera de la escuela, como lo hay en cualquiera de las
de San José. Mientras hablamos, unos peones están construyendo un nuevo comedor
a los 30 metros y me dices que te escriba mi nombre en un papel para después buscarme en Facebook, tal vez Simiriñak y su maestro no estén tan metidos en la
montaña, después de todo.
Ya hemos hablado mucho, Albin. Tus alumnos te están
llamando de nuevo. Me dices que la clase de matemáticas ya terminó y ahora van
a pasar a Estudios Sociales; esa palabra tampoco existe en cabecar. Ve,
Albin, quizás mas tarde podamos seguir
hablando y me cuentes otra historia, como referiste hace poco de cuando
llegaste a Simiriñak y no tenías en donde escribir y pegaste una bolsa de
plástico blanca y grande en la pared para usarla como pizarra, hasta que te
llegó esta acrílica en donde enseñas ahora, en donde les escribes a los niños
en español, aunque no lo quieras, porque eres un cabécar, aunque es casi igual
de importante para ti, porque tú, Albin, eres un säyuäs.
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