miércoles, 9 de julio de 2014

El Säyuäs de Simiriñak
Lorena Brenes

Como la mayoría de las personas de tu etnia, Albin, eres tímido, pero con orgullo me enseñas tu escuela. Simiriñak está metido en la montaña, a dos horas en camino de lastre de Turrialba y la escuela en donde enseñas es un pabellón corto, de tres aulas solamente. La tuya es la primera. Tienes una pizarra acrílica en la pared,  libros en un estante, reglas, lápices de colores guardados en latas viejas de garbanzos, dibujos pegados en las paredes y un ábaco. Estás dando la clase de matemáticas.

¿Existe la palabra matemáticas es cabécar?, te interrumpo mientras me enseñas tu clase.

No, me respondes.

Seguimos con el recorrido. Tienes 18 pupitres recién donados, casi todos se encuentran vacíos. Hoy solamente llegaron 2 niños a tu clase.

Es que hoy hay citas en el Ebais, entonces casi ninguno viene, me dices mientras revisas los dos cuadernos con las tareas.

Pero me cuentas que en los días buenos llegan hasta 15 niños. La escuela tiene en total 52 alumnos y 20 de ellos son de kinder. Simiriñak es la única escuela en la zona que tiene ese nivel, por lo que, según me cuentas, hay niñitas que caminan hasta dos horas para llegar. Tu alumnos son de primer y tercer grado; les enseñas juntos y revueltos en la clase con la pizarra dividida en dos, pero sientes como si todos los niños de la escuela fueran tuyos. Hay tres maestros, pero eres el único cabécar. Solo tú les habla en su idioma y solo tú los entiendes, porque en Simiriñak los niños no hablan en español.

Es por esta razón que a la hora de darles clases sientes como le vas arrancando de a poco su cultura, su idioma, lo que son. Debes hacerlo, porque si no, no van a poder llegar al colegio. Esa es tu meta como maestro: que todos los niños de Simiriñak lleguen ahí. El año pasado  se graduó uno de sexto y hoy está en Grano de Oro, estudiando.

Pero no nos adelantemos, vuelves a ver a tu alumna, que tímidamente te llama, “Säyuäs”.

Vas, le revisas el cuaderno y la corriges. Desde donde estoy, en la entrada de la clase, puedo ver cómo le enseñas a usar correctamente una regla y le hablas en un cabécar que suena como a un susurro mezclado con español, porque como me dijiste antes, la palabra matemáticas no existe en tu idioma, ni tampoco regla, ábaco, pilot  con el que escribes en la pizarra, u otras palabras simples con las que debes enseñarles.

Cuando regresas me dices que esa niña se llama Mayela y que ya está en tercer grado, pero que por poco no lo logra. No por sus capacidades, porque me dices que es de tus estudiantes “estrellas”. Entonces me cuentas su historia.

Tres años atrás llegó Mayela a tu clase, iba con su uniforme nuevo, bueno, nuevo para ella, porque la camisa blanca y la enagua eran de su prima. Llevaba un cuaderno y un lápiz en una bolsa plástica y la emoción en el rostro que tienen todos los niños en su primer día de clases. A las 11:30 de la mañana, Mayela se fue a su casa acompañada por su madre. Al día siguiente no llegó y, al tercer día, tampoco. Le preguntaste a un primo de ella que estaba en cuarto grado y te dijo que Mayela ya no iba a volver. Su mamá se cansaba mucho caminando una hora todos los días para llevarla y después recogerla en la escuela.

Eso es normal aquí, me dices cuando ves mi cara de asombro. La mayoría de los niños deben caminar mucho para poder venir a estudiar; algunos se organizan y vienen en grupos; a otros los traen las mamás.

Y ahí es cuando recuerdas. Tú mismo tuviste que hacer tus largas caminatas cuando eras pequeño e ibas a la escuela en Ujarrás, donde naciste y viviste hasta que terminaste el colegio.  Era una hora de ida y otra más de vuelta. Pero tu padre nunca te permitió que dejaras la escuela, aun cuando querías quedarte en la finca. Mas tarde en esta historia entenderé la determinación de tu papa de que estudiaras.

En tu escuela en Ujarrás fue donde tuviste que aprender a hablar en español. Tu maestro solo hablaba en esa lengua que te resultaba tan extraña y solo oías como un cantarín cuando él hablaba y se la pasaba haciendo dibujos con tiza en la pizarra, para que tú y tus compañeros asociaran las palabras con su significado. Hoy que eres maestro me cuentas lo difícil que es eso.

Hace unos días estábamos viendo educación vial. Algo tonto pues aquí  apenas hay una calle de lastre. Pero bueno, la cosa es que el libro traía un semáforo. ¿Cómo le explico a un niño cabécar lo que es un semáforo, si en su vida no ha visto uno y no existe una palaba ni parecida en su idioma?

Me dices que es frustrante, pero que aun así debes enseñar, aunque el programa educativo no esté hecho para esta escuela, para estos niños. Los libros vienen en español; el método de enseñanza también. Es por esto que les enseñas en esa mezcolanza de idiomas, en tu español cantado y en tu cabécar susurrado, porque de otra forma ellos no entenderían. Los exámenes se hacen en español y, por tal razón,  tus alumnos de primero y tercero no obtienen notas más altas que setentas. Más tarde, averiguaré en la clase vecina, en donde dan quinto grado, que ahí las notas suben un poco, no mucho. Pero es porque los alumnos ya están hablando en español.

Mayela, tu alumna de tercero, ya lo habla casi corrido, pero para que eso pasara, tuviste que ir a su casa a convencer a su mamá de que la siguiera mandando a clases. Cuando el primo de la niña te dijo que ella no iba a volver, el sábado siguiente agarraste tus botas de hule y fuiste a visitarla. En la casa vivían cuatro niños más: a ninguno lo reconociste por lo que pudiste deducir que no iban a clases. La madre te recibió tímida, como es lo normal y sin dejarte hablar te dio sus razones. Ni ella, ni su esposo, ni ninguno de sus hijos ha ido nunca a una escuela y no entiende por qué Mayela insiste tanto si de nada le va a servir. Debe trabajar en la finca y  recoger la cosecha, al igual que sus hermanos, pues su mamá no puede gastar cuatro horas diarias caminando,  cuando debe bajar los cacaos de los árboles y hacer la comida

Me cuentas, cómo, de la forma más apasionada, le explicaste lo importante que es estudiar, que les enseñas en español lo que ellos necesitan para defenderse en el mundo de los blancos. ¡Que si se lo proponían, podrían llegar hasta el colegio! Y también le dijiste que eres un enamorado de su cultura y  que les hablas también en cabécar y que tienen una clase en la que hablan sus costumbres. El esfuerzo de la caminada valía la pena.

Haces una pausa y con orgullo y casi sacando el pecho, me dices que ese día llegaron a un acuerdo. La mamá de Mayela la llevaría todas las mañanas a la escuela y al final de las clases tú la llevarías de vuelta hasta la mitad del camino,  donde la estaría esperando un primo suyo, no mucho mayor que ella, para llevarla hasta su casa.

Enseñar es tu pasión, Albin. Tu vocación y cuando te pregunto por qué te hiciste maestro, me doy cuenta  de que, además, es tu destino, para lo que fuiste criado y entiendo ahora por qué tu padre nunca te dejó faltar a clases

Yo soy säyuäs porque de mis 11 hermanos, nueve también lo son. Mi papá lo era, así como muchos de mis tíos y primos. Tenemos la tarea mandada por Sibö de enseñar a los nuestros y de que ellos no se pierdan ni olviden quienes son ni de dónde vienen.

“Soy un enamorado de mi cultura”, eso me lo has repetido ya varias veces y quieres que tus alumnos así lo sean, siempre. Por eso todos los lunes te encargas de espantar al Bukuru. Ese espíritu que se queda en los lugares en los que nada se mueve, como las aulas en los fines de semana. Me cuentas el ritual que hiciste el lunes pasado. Entraste con cara de valiente a la clase, los niños esperaban temerosos afuera, porque el Bukuru es malo, prendes fuego a una hoja de papel y, con el humo, recorre todos los rincones de tu clase. Sacudes las sillas, mesas y papeles para espantarlo y, cuando sientes que se fue, los niños son libres de entrar.

A veces sientes que luchas por nada, porque de todas formas estos niños deberán dejar de hablar su idioma si algún día quieren seguir estudiando. En el colegio de Grano de Oro ya nadie habla cabécar. Esos niños que en sexto grado se entretenen en la clase de cultura practicando sus costumbres, cantando y bailando, se convierten en jóvenes que se avergüenzan de sus raíces. Con decepción en el rostro me cuentas como una vez te topaste en Turrialba a un alumno tuyo que logró llegar al colegio. Lo saludaste en cabécar: “Jiá” , y él te contestó con un serio  “Hola”, y siguió por donde venía, hablando con sus amigos y mandando un mensaje por su celular. 

Y es que la vergüenza de los niños cabécares, crece conforme van creciendo: por las trabas institucionales, por la falta recursos. De ahí que mantenerles la cultura a tus alumnos no es lo único con lo que debes luchar. Otro de los grandes obstáculos es el ausentismo. No sabes lo que es tener todos los pupitres de tu clase llenos; el que vino a clases el lunes, no viene el martes; tal vez el miércoles aparezca, por lo que, llevar un control y un seguimiento en la educación de estos niños, es  casi imposible. Me enseñas la lista de tu clase: hay 17 niños inscritos y el hecho de que hoy hubiera cita en el Ebais no es la única razón por la que solo hay dos niños ahí sentados. Muchos viven la misma historia que Mayela y deben caminar hasta dos horas de ida y dos más de vuelta, a lo que se suma un enorme desinterés por parte de los padres, porque la mayoría nunca fueron a una escuela y no comprenden por qué sus hijos deben hacerlo cuando podrían estar trabajando, monteando o recogiendo frijoles. “Y en época de la colecta de frijol, no se aparece ni uno solo a la escuela”, me cuentas.

No todo es oscuro, Albin. Mientras hablamos, me cuentas,  sin darle mucha importancia, que ahora ya no tienes que llevar a Mayela de vuelta a su casa porque cuando lograste convencer a su mamá y ella llegaba todos los días a la escuela, le contaba a sus primos cómo eran las clases y todo lo que aprendía, y, al poco tiempo, ellos también quisieron ir. Ahora van y vienen todos juntos y eso es gracias a ti, Albin. Luchaste por Mayela y su emoción por estudiar se contagió

También me cuentas de que acaban de recibir 20 computadoras donadas por la Fundación Omar Dengo y que tú mismo le vas a enseñar a los niños a usarlas. Simiriñak ha sido vista por el Ministerio de Educación Pública como una escuela modelo. Tienen nuevos pupitres y libros donados. Hasta hay un teléfono público afuera de la escuela, como lo hay en cualquiera de las de San José. Mientras hablamos, unos peones están construyendo un nuevo comedor a los 30 metros y me dices que te escriba mi nombre en un papel para después buscarme en Facebook, tal vez Simiriñak y su maestro no estén tan metidos en la montaña, después de todo.


Ya hemos hablado mucho, Albin. Tus alumnos te están llamando de nuevo. Me dices que la clase de matemáticas ya terminó y ahora van a pasar a Estudios Sociales; esa palabra tampoco existe en cabecar. Ve, Albin,  quizás mas tarde podamos seguir hablando y me cuentes otra historia, como referiste hace poco de cuando llegaste a Simiriñak y no tenías en donde escribir y pegaste una bolsa de plástico blanca y grande en la pared para usarla como pizarra, hasta que te llegó esta acrílica en donde enseñas ahora, en donde les escribes a los niños en español, aunque no lo quieras, porque eres un cabécar, aunque es casi igual de importante para ti, porque tú, Albin, eres un säyuäs. 

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