miércoles, 9 de julio de 2014

Dale rico, dale duro


La habitación que alquila Carla Cristina solo tiene un catre, una mesita de noche con la foto de su mamá y una lámpara; su ropa está en una caja grande de cartón y para decorar, tiene luces navideñas guindando del techo. Podrá no tener mucho, pero tiene lo esencial: un espejo de cuerpo entero en una pared en el cual se ve todas las noches antes de salir.
Esa noche va con plataformas plateadas, panties con huecos, una enagua de satín turquesa y una blusa que imita la seda con el ombligo pelao. Su escote con sus grandes senos podrían revelar un pezón al mínimo descuido. “Excelente”, piensa.

Un pirata amigo suyo la lleva desde su casa en Lomas del Río hasta las calles de San José. Mientras va en el asiento de atrás del Hyundai, Carla Cristina piensa en sus metas de esa noche: buscarse a un gringo bien guapo, bueno, que no sea gordo y al que le pueda cobrar sus buenos dolaritos. Si termina rápido, podría buscarse dos más. Esa noche está con bastante energía para unos cuantos polvos. Las luces se reflejan en los charcos oscuros de la calle. “Mierda, hoy llovió. Con la lluvia los clientes se espantan”.

Carla Cristina le dice a su amigo que la deje en el Rey, ahí tiene un amigo guarda que le avisa si hay gringos buenos en el casino, es apenas miércoles y puede que no haya mucha gente. Ella se ha hecho de muchos amigos gracias a como paga los favores. Se baja al frente del hotel, hay gente afuera así que abre bien piernas mientras sale del carro, se inclina en la ventana del conductor y le da un beso al pirata, mete su lengua hasta casi tocar el fondo de su boca. Mete su mano por la ventana y le agarra con fuerza en la entrepierna.

-          Gracias papi, yo te llamo para que vengas por mí.
-          Si mi reina.

Camina meneando su trasero por todo el lobby y mientras se dirige al bar se asegura que sus tacones resuenen por todo el lugar, quiere que todos la vuelvan a ver. Carla Cristina es alta, su piel es blanca como la leche y su pelo rojo teñido de salón, pero hecho en casa. Tiene ojos bondadosos, se dirían que casi inocentes y que no hacen juego con sus labios, gruesos, siempre pintados de rojo y listos para chupar.

Chupar… cuando era pequeña, su mamá la vestía con su único y mejor vestido celeste e iban a misa, con la promesa de que a la salida le compraría un helado. Con tal de postergar su regreso a casa, en donde las esperaba siempre un hombre borracho, madre e hija caminaban despacio. Carla Cristina olvidaba sus temores y chupaba su helado todo el camino. Jamás se imaginaría en ese momento que mas grande se ganaría la vida chupando. 

El que sea miércoles y con lluvia no impide que los bares del hotel estén a reventar. Se sienta en un banco en la barra del Blue Marine y el bartender ya sabe que traerle, le sirve su ron con coca y ella le guiña un ojo y se pasa lentamente su lengua por los labios. Mira a su alrededor y escanea el lugar: “ese es gordo, a ese ni se le para, aquel está muy niño, ese otro es playo y está perdido, mmmmm ese no esta tan repior”. Hay un hombre ni feo ni guapo en una mesa. Ya tiene a dos putas encima tratando de llevárselo, pero pareciera que no se decide. Siente que lo observan y vuelve a ver hacia donde está Carla Cristina, a escasos diez metros. Ella abre sus piernas y deja ver lo que se esconde entre sus muslos. El hombre ni feo ni guapo deja a sus amigos y a las putas y camina ella. Carla Cristina, como buena puta, sabe como robarse a un hombre.

A sus apenas 24 años ella se considera ya con experiencia. “La hablada me la gané afuer. Yo cojo por plata desde los 15 que me largué de mi casa y sin estudios y no saber hacer nada, no me quedó otra que tirarme a la calle”. Una tía la ayudó al principio y le pagaba el alquiler de un cuarto en Cristo Rey, pero cuando supo que ella llevaba carajillos para coger ahí y que cobraba 2000 colones por polvo, la echó. Y desde entonces se ha valido por ella misma, siguió  haciendo lo único que sabe hacer y ha ido perfeccionando sus técnicas, como esa de andar sin calzones y abriendo las piernas por todo lado.

-          Hola guapa. Te lo vi desde lejos. Le dijo el hombre ni feo ni guapo con acento tico. “Mierda, no es gringo. Lo macho engaña”, pensó Carla Cristina.
-          Hola papi, ¿Quieres coger bien rico?

Ser directa y a lo que vinimos. Otra técnica que aprendió en la calle, en este negocio no hay tiempo que perder.
Pero el hombre ni feo ni guapo como que no tiene prisa y habló por cinco minutos presentándose. Es de Cartago, llegando al volcán Turrialba, por eso lo blanco y lo macho, tiene una finca en donde siembran papas y se vino a San José a una fiesta de un amigo y terminaron todos en el Rey con la misión de conseguirse una puta cada uno.

-          Hasta allá en la montaña son famosas las güilas del Rey.

Carla Cristina lo deja hablar, mientras ella se toma su segundo ron con coca. Él se calla, ella se levanta del banco de la barra, le mete la lengua en su garganta y cuando se la saca empieza a negociar.

-          Bueno papi, cogemos o no, que yo no tengo toda la noche. Son $80 por una hora, pero por ser tico te hago descuento de nacional y te lo dejo en 50.
-          Si vamos mi reina, que ya tengo el cuarto pagado.
-          Ok, vámonos, pero solo una cosa, si quieres coger conmigo me tienes que pegar, y bien duro.

Esta no es la primera vez que Carla Cristina le dice a un cliente que le pegue. En realidad prefiere que todos lo hagan. Recuerda que la primera vez que un hombre la tocó, tenía siete años. Su papá la agarro en el patio de la casa, le bajó los calzones y le empezó a dar nalgadas. Ella no sabía por qué, si no había hecho nada malo. Después de dejarle las nalgas rojas la volteó, le dio un puñetazo en la cara, él se sentó en un banco y obligó a la niña a sentársele encima. Y esta escena se repitió infinidad de veces, en la sala, en su cuarto, en la cocina. Su madre nunca lo supo, o se hacia la vista gorda, por que ella salía a trabajar durante el día mientras su padre se quedaba en su taller de zapatero instalado en el patio de la casa. “La mocosa se agarró en la escuela”, esto era lo que su papá decía. Por esto es que Carla Cristina se fue de su casa, después de una de las violaciones que la dejó con un ojo morado y sangre chorreándole por las piernas.

-          Cómo le voy a pegar? Yo nunca le he puesto un dedo encima a una mujer. Dios guarde!
-          Ay papi, es que no sos bien macho o qué?

Carla Cristina ya estaba acostada boca arriba en la cama de la habitación, se había quitado sus panties, se subió la enagua hasta la cintura y tenía de nuevo sus piernas abiertas. Veía a su cliente debatirse con su moral. “Cual moral, si estas aquí con una puta”, pensaba ella.

-          Está bien, yo te pego
-          Vente para acá.

Se encaramó en la cama y se la cogió.

-          Uy si papi… Así dale bien rico… Más duro, más rápido…. Ahora pégame!
-          Pero, cómo?
-          Aquí, una nalgada bien dura. Ahora en la cara.

El que quiere que le peguen en la cara, o el cualquier parte, tiene un nombre: algolagnia. Si se trata de buscar la palabra para el trastorno sicológico que sufre Carla Cristina sería esta, que suena medio inventada. Pero el sicólogo Marco Montero explica que la algolagnia es la búsqueda de placer por medio del dolor. Muchas mujeres que han sido victimas de violencia y violaciones sufren de esta desviación sexual ya que el dolor y los golpes les permiten sentirse humilladas y dominadas, sensación a la que siempre han estado sometidas.

Mientras el hombre ni feo ni guapo montaba a Carla Cristina de mil maneras: él arriba, él abajo, contra la pared, como perrito y se iba emocionando con los golpes, otro en las nalgas, en las costillas, ella pensaba en su papá. Siempre lo hacía cada vez que se la cogían de esa manera. “Te fuiste a cagar en mí, desgraciado”.

Así, mientras en el año 2012, cada día 222 mujeres pusieron una denuncia en contra de agresores que las golpeaban en sus hogares, Carla Cristina busca hombres para que le den, no solo cobrar y que le den por detrás, sino que le den golpes fuertes que le ayuden, irónicamente, a olvidar su dolor.

El hombre ni feo ni guapo retoza encima de Carla Cristina, hace tres minutos que se vino y nada que se quita. Su respiración todavía es agitada. Ella lo mueve lentamente hacia un lado, con mucho cuidado porque le duelen las costillas. Se sube las panties y se baja la enagua. El le extiende el brazo con los $50 dólares.

-          Puta, si que estas loca, nunca había cogido así.

Ella no le dice nada, sabe que es puta y sabe que esta loca. Agarra su bolso en donde mete el dinero, sale por la puerta y camina por el pasillo. Con la mano se limpia un poco de sangre que le sale por la nariz. Todavía es temprano y le alcanza la noche para un polvo más.



Derecho negado

Estaba sentada en el banco de siempre, debajo de un árbol del Parque Morazán, terminando de fumar el cigarro de todos los días después de almuerzo. Tire la chinga al piso y la majé para que se apagara, me volví a sentar en el banco a esperar a que se terminara mi hora de almuerzo sin pensar realmente en nada, solo esperando al que el tiempo pasara. Sin darme cuenta, un niño se había sentado a la par mía. Lo vi de reojo, porque dicen que es una falta de respeto quedarse viendo fijamente a la gente, pero no lo pude evitar porque estaba claro que este no era un niño que estaba esperando a que su mamá lo alcanzara o saliera de alguna tienda. Andaba sucio, olía mal, tenía tierra en las uñas, una pantaloneta que alguna vez fue azul, una camisa muy grande para su talla y unas tennis de las tortugas ninja, ya muy gastadas y sin cordones. Fue mucho el tiempo el que me quede viéndolo, fue imposible que él no lo notara, así que me habló.

-          Muchacha, me regala algo?
-          Si tenga.

No lo pensé mucho, saqué las monedas que tenía en el pantalón y se las di. No podían ser más de 500 colones. Y así como llegó sin que lo notara, se fue con el mismo sigilo. “Ni gracias dijo”, pensé.
Al día siguiente, sentada en el mismo banco con el cigarro después de almuerzo a punto de terminar, volvió el mismo niño con la misma historia, se sentó a mi lado y me pidió algo. De nuevo, le volví a dar el menudillo que tenía. Pero me quedé pensando esta vez, en qué se gastará esas monedas ¿Será que se compra algo de comer? Pensé siendo optimista, cuando me sacudí  a mi misma, “no seas tonta, Lorena, se lo gasta en drogas”. Pero si es solo un niño, me respondí de nuevo. Pero supuse que para los niños de la calle, la edad es lo de menos. Tuve todo un debate interno.

Ya para el tercer día, tenía un plan. Me senté en el mismo banco del parque y fumé, esperando a que llegara el niño y justo cuando ya me iba apareció, de nuevo de la nada y esta vez me tuvo que haber reconocido, porque me saludó con un “hola” como si fuéramos amigos.

-          Hola muchacha, me regala algo?
-          Ya no tengo monedas, pero ¿Para qué las quiere, es para comer, tiene hambre?
-          Sí, siempre tengo hambre.
-          Bueno, vamos y yo le compro la comida. ¿Qué le gusta comer?

Que pregunta más estúpida, me dije de nuevo a mi misma; es lógico que ese niño comería lo que le dieran y así nos fuimos caminando en silencio las dos cuadras hasta Taco Bell. Quería hablar con él, preguntarle muchas cosas, pero no sabía como hacerlo. Tenía miedo de ofenderlo con mis preguntas. No quiso entrar al restaurante, me imaginé que le daba pena por lo sucio que estaba y lo mas seguro es que el guarda no lo dejaría entrar, así que pedí la comida para llevar y nos sentamos en la Plaza de Cultura.

Comía en silencio, muy rápido y a menudo se atragantaba con el burrito. Se chupaba la salsa que le corría por los dedos, sin importarle los sucios que estuvieran. Yo solo lo veía comer, seguía sin saber cómo conversar con él.

-          Gracias. – Me dijo cuando se terminó la última papa y se levantó para irse.
-          Con gusto. ¿Cuál es su nombre?
-          Daniel.
-          Yo me llamo Lorena
Y silencio. No dijo nada mas, se quedó viendo las manos y trataba de sacarse la tierra debajo de las uñas.

 - ¿Y usted en donde vive?
 - Por ahí, en ningún lado.
- ¿Cuantos años tiene?
- Tengo 14

Era pequeño, muy delgado y con unos ojos grandes y tristes. Habría jurado que no tenía más de nueve. Caminaba con las manos metidas en las bolsas de la pantaloneta y pateaba las piedras que había en el camino.

-          Si quiere, venga mañana otra vez al parque, y vamos a almorzar.
-          Bueno

No era de muchas palabras.

Al día siguiente estábamos de nuevo almorzando sentados en la Plaza de la Cultura. Ese día comimos en Mac. “Talvez la próxima debería darle algo que lo alimente, en lugar de estas cochinadas”, pensé, pero de todas formas él se comía sus dos hamburguesas con mucho entusiasmo y ya no tenía las manos sucias.

-          Me las lavé antes de venir. – Notó que le estaba viendo las manos. – Soy compita de un guachi que me deja usar el baño del parqueo en donde cuida.

¡“Esta hablando conmigo”! Así que tiré la pregunta que tenía en mi cabeza desde el día que lo vi.

-          ¿Por qué vive en la calle? ¿En dónde está su mama?  

Y se soltó a hablar, fue como haber destapado su boca y las palabras fluían de ella. Entre cada bocado de hamburguesa y aún con la boca llena, me contó que desde que tiene memoria, vivía en un albergue del PANI y que nunca conoció a su mamá. Ahí le daban de comer, le enseñaron a ir al baño, a pintar y a jugar con plasticina. Fue creciendo dentro de las paredes de madera del albergue, durmiendo en un cuarto grande junto con muchos niños más. Hasta que él mismo decidió que ya no era un niño y escapó. Eso fue cuando tenía 11 y desde entonces ha vivido en las calles.

-          Yo no soy tonto, en ese lugar llegué hasta cuarto grado. Pero di, ya sabía que nadie me iba a adoptar. Nadie quiere a un niño grande. Mejor vivir en la calle, donde nadie me jode ni me dice que hacer.


Terminamos de comer en silencio y nos despedimos con la mano. Pero sus palabras quedaron en mi mente. “Nadie quiere a un niño grande”, así que apenas regresé al trabajo después de la hora de almuerzo, y en lugar de editar en photoshop las fotos que había tomado en la mañana, dediqué mi tarde a googlear sobre las adopciones, qué está haciendo el PANI al respecto, qué sucede con estos niños, ¿quiénes adoptan? y en esas fue como me enteré que Daniel era lo que el PANI considera un niño institucionalizado. Niños que fueron declarados en abandono por algún juez familiar, candidatos a una adopción, pero que alcanzaron la edad escolar sin que nadie llegara por ellos. En otro enlace decía que en el 2012, los albergues del PANI contaban con 498 niños y niñas que ya se encontraban en seguimiento psicosocial de adopción. Esto quiere decir, listos para tener un papá y una mamá nuevos. Sin embargo, solamente  55 tuvieron una nueva familia y de estos 55, todos tenían menos de cinco años.

A la mañana siguiente, hice lo que siempre hago para mis tareas, llamé al PANI a pedir información.
     -    Buenas, soy estudiante de periodismo y quería averiguar información sobre las adopciones. Es para un trabajo de la Universidad.

    -       Ya la comunico

Hablé cinco minutos con Rocío Amador, del Consejo Nacional de Adopción y me dijo que en el PANI se trata de darle a los niños y niñas el derecho a una familia, pero el proceso de adopción es engorroso, son alrededor de 20 diferentes formularios y certificaciones que los adoptantes deben presentar, además de diversos análisis sicológicos, aprobación de un juez y la revisión profunda del caso de cada pareja que quiera adoptar un niño. El mayor problema está en que las parejas no quieren adoptar niños grandes, después de los cuatro años, solo bebés. En los albergues del PANI y de las ONG albergan más de 2500 niños y alrededor de 1800 ya superan los cuatro años.

Ese día esperé a Daniel en el parque, para nuestro ya rutinario almuerzo, pero no llegó.

No me considero una persona sentimental, y no sé si es ya porque estamos acostumbrados a ver indigentes y niños en la calle, que no me detengo a pensar sobre ellos. Pero Daniel y su historia me hicieron reflexionar y ahí sentada en el banco, terminando de fumar, recordé sobre lo que le sucedió a una amiga de la familia y me di cuenta de que el proceso de adopción  no es solamente engorroso, sino que muchas parejas topan con pared en el proceso. Muchas son rechazadas por excusas que consideran sin sentido.

Hace tres años estaba en el patio de mi casa en la fiesta de cumpleaños de mi papá y Yuliana Montero y Bernardo Quesada, amigos de él, me contaron su frustración a la hora de querer adoptar a un niño. Ellos ya cuentan con dos hijos propios, pero aun así quisieron  adoptar, solo por el hecho de contribuir y cambiarle la vida a una sola persona.  Estuvieron bajo estudio por dos años. Entregaron infinidad de papeles, realizaron pruebas sicológicas, se entrevistaron con trabajadoras sociales hasta que una les dio la noticia. Su caso sería rechazado ya que era sospechoso que una pareja que no tuviera problemas para procrear hijos propios y que ambos tuvieran buena posición económica, quisieran adoptar un niño.

-          ¿Será que acaso hay que se pobre, no tener trabajo y ser de reputación dudosa para poder adoptar? – Me dijo en ese momento Yuliana, aún con la decepción fresca.

Pasó una semana y Daniel no se aparecía por el parque. Creo que estaba un poco obsesionada. A veces salía con excusa de ir a comprar algo para ver si lo veía en diferentes horas, pero había desaparecido. Así que dedicaba un considerable tiempo leyendo sobre niños en abandono y adopciones. Frente a esos 55 niños que se adoptaron en el 2012, había 535 familias que estaban en estudio de adopción. Esto quiere decir que 480 parejas se fueron con las manos vacías. 480 niños y niñas que hubieran dejado de ser niños institucionalizados y hoy estarían en un hogar y no en un albergue  o peor aún, como Daniel, que después de tanto esperar por unos papás que nunca se lo llevaron, terminó en la calle

Pero en una tarde cualquiera, lo vi. Estaba lloviendo y ya casi era de noche. Ese día me quedé más de las cinco revelando fotos y cuando estaba cerrando el estudio me tocaron el hombro con un dedo.

-          Hola, ¿me regala un cigarro?
-           
Apareció así como si nada, como si no le importara el que yo llevara días preocupada por él. No debe de estar acostumbrado a que alguien lo haga.

Dudé, ¡Cómo le voy a dar un cigarro a un niño! Y de nuevo me sacudí a mi misma. “Peores cosas debe de haber consumido Daniel”. Le di dos, se guardó uno y se alejó con las manos metidas en los bolsillos y se despidió desde lejos, solo con la mano, sin voltear. Al día siguiente lo esperé en el mismo banco del parque, pero Daniel no llegó a almorzar.


El Säyuäs de Simiriñak
Lorena Brenes

Como la mayoría de las personas de tu etnia, Albin, eres tímido, pero con orgullo me enseñas tu escuela. Simiriñak está metido en la montaña, a dos horas en camino de lastre de Turrialba y la escuela en donde enseñas es un pabellón corto, de tres aulas solamente. La tuya es la primera. Tienes una pizarra acrílica en la pared,  libros en un estante, reglas, lápices de colores guardados en latas viejas de garbanzos, dibujos pegados en las paredes y un ábaco. Estás dando la clase de matemáticas.

¿Existe la palabra matemáticas es cabécar?, te interrumpo mientras me enseñas tu clase.

No, me respondes.

Seguimos con el recorrido. Tienes 18 pupitres recién donados, casi todos se encuentran vacíos. Hoy solamente llegaron 2 niños a tu clase.

Es que hoy hay citas en el Ebais, entonces casi ninguno viene, me dices mientras revisas los dos cuadernos con las tareas.

Pero me cuentas que en los días buenos llegan hasta 15 niños. La escuela tiene en total 52 alumnos y 20 de ellos son de kinder. Simiriñak es la única escuela en la zona que tiene ese nivel, por lo que, según me cuentas, hay niñitas que caminan hasta dos horas para llegar. Tu alumnos son de primer y tercer grado; les enseñas juntos y revueltos en la clase con la pizarra dividida en dos, pero sientes como si todos los niños de la escuela fueran tuyos. Hay tres maestros, pero eres el único cabécar. Solo tú les habla en su idioma y solo tú los entiendes, porque en Simiriñak los niños no hablan en español.

Es por esta razón que a la hora de darles clases sientes como le vas arrancando de a poco su cultura, su idioma, lo que son. Debes hacerlo, porque si no, no van a poder llegar al colegio. Esa es tu meta como maestro: que todos los niños de Simiriñak lleguen ahí. El año pasado  se graduó uno de sexto y hoy está en Grano de Oro, estudiando.

Pero no nos adelantemos, vuelves a ver a tu alumna, que tímidamente te llama, “Säyuäs”.

Vas, le revisas el cuaderno y la corriges. Desde donde estoy, en la entrada de la clase, puedo ver cómo le enseñas a usar correctamente una regla y le hablas en un cabécar que suena como a un susurro mezclado con español, porque como me dijiste antes, la palabra matemáticas no existe en tu idioma, ni tampoco regla, ábaco, pilot  con el que escribes en la pizarra, u otras palabras simples con las que debes enseñarles.

Cuando regresas me dices que esa niña se llama Mayela y que ya está en tercer grado, pero que por poco no lo logra. No por sus capacidades, porque me dices que es de tus estudiantes “estrellas”. Entonces me cuentas su historia.

Tres años atrás llegó Mayela a tu clase, iba con su uniforme nuevo, bueno, nuevo para ella, porque la camisa blanca y la enagua eran de su prima. Llevaba un cuaderno y un lápiz en una bolsa plástica y la emoción en el rostro que tienen todos los niños en su primer día de clases. A las 11:30 de la mañana, Mayela se fue a su casa acompañada por su madre. Al día siguiente no llegó y, al tercer día, tampoco. Le preguntaste a un primo de ella que estaba en cuarto grado y te dijo que Mayela ya no iba a volver. Su mamá se cansaba mucho caminando una hora todos los días para llevarla y después recogerla en la escuela.

Eso es normal aquí, me dices cuando ves mi cara de asombro. La mayoría de los niños deben caminar mucho para poder venir a estudiar; algunos se organizan y vienen en grupos; a otros los traen las mamás.

Y ahí es cuando recuerdas. Tú mismo tuviste que hacer tus largas caminatas cuando eras pequeño e ibas a la escuela en Ujarrás, donde naciste y viviste hasta que terminaste el colegio.  Era una hora de ida y otra más de vuelta. Pero tu padre nunca te permitió que dejaras la escuela, aun cuando querías quedarte en la finca. Mas tarde en esta historia entenderé la determinación de tu papa de que estudiaras.

En tu escuela en Ujarrás fue donde tuviste que aprender a hablar en español. Tu maestro solo hablaba en esa lengua que te resultaba tan extraña y solo oías como un cantarín cuando él hablaba y se la pasaba haciendo dibujos con tiza en la pizarra, para que tú y tus compañeros asociaran las palabras con su significado. Hoy que eres maestro me cuentas lo difícil que es eso.

Hace unos días estábamos viendo educación vial. Algo tonto pues aquí  apenas hay una calle de lastre. Pero bueno, la cosa es que el libro traía un semáforo. ¿Cómo le explico a un niño cabécar lo que es un semáforo, si en su vida no ha visto uno y no existe una palaba ni parecida en su idioma?

Me dices que es frustrante, pero que aun así debes enseñar, aunque el programa educativo no esté hecho para esta escuela, para estos niños. Los libros vienen en español; el método de enseñanza también. Es por esto que les enseñas en esa mezcolanza de idiomas, en tu español cantado y en tu cabécar susurrado, porque de otra forma ellos no entenderían. Los exámenes se hacen en español y, por tal razón,  tus alumnos de primero y tercero no obtienen notas más altas que setentas. Más tarde, averiguaré en la clase vecina, en donde dan quinto grado, que ahí las notas suben un poco, no mucho. Pero es porque los alumnos ya están hablando en español.

Mayela, tu alumna de tercero, ya lo habla casi corrido, pero para que eso pasara, tuviste que ir a su casa a convencer a su mamá de que la siguiera mandando a clases. Cuando el primo de la niña te dijo que ella no iba a volver, el sábado siguiente agarraste tus botas de hule y fuiste a visitarla. En la casa vivían cuatro niños más: a ninguno lo reconociste por lo que pudiste deducir que no iban a clases. La madre te recibió tímida, como es lo normal y sin dejarte hablar te dio sus razones. Ni ella, ni su esposo, ni ninguno de sus hijos ha ido nunca a una escuela y no entiende por qué Mayela insiste tanto si de nada le va a servir. Debe trabajar en la finca y  recoger la cosecha, al igual que sus hermanos, pues su mamá no puede gastar cuatro horas diarias caminando,  cuando debe bajar los cacaos de los árboles y hacer la comida

Me cuentas, cómo, de la forma más apasionada, le explicaste lo importante que es estudiar, que les enseñas en español lo que ellos necesitan para defenderse en el mundo de los blancos. ¡Que si se lo proponían, podrían llegar hasta el colegio! Y también le dijiste que eres un enamorado de su cultura y  que les hablas también en cabécar y que tienen una clase en la que hablan sus costumbres. El esfuerzo de la caminada valía la pena.

Haces una pausa y con orgullo y casi sacando el pecho, me dices que ese día llegaron a un acuerdo. La mamá de Mayela la llevaría todas las mañanas a la escuela y al final de las clases tú la llevarías de vuelta hasta la mitad del camino,  donde la estaría esperando un primo suyo, no mucho mayor que ella, para llevarla hasta su casa.

Enseñar es tu pasión, Albin. Tu vocación y cuando te pregunto por qué te hiciste maestro, me doy cuenta  de que, además, es tu destino, para lo que fuiste criado y entiendo ahora por qué tu padre nunca te dejó faltar a clases

Yo soy säyuäs porque de mis 11 hermanos, nueve también lo son. Mi papá lo era, así como muchos de mis tíos y primos. Tenemos la tarea mandada por Sibö de enseñar a los nuestros y de que ellos no se pierdan ni olviden quienes son ni de dónde vienen.

“Soy un enamorado de mi cultura”, eso me lo has repetido ya varias veces y quieres que tus alumnos así lo sean, siempre. Por eso todos los lunes te encargas de espantar al Bukuru. Ese espíritu que se queda en los lugares en los que nada se mueve, como las aulas en los fines de semana. Me cuentas el ritual que hiciste el lunes pasado. Entraste con cara de valiente a la clase, los niños esperaban temerosos afuera, porque el Bukuru es malo, prendes fuego a una hoja de papel y, con el humo, recorre todos los rincones de tu clase. Sacudes las sillas, mesas y papeles para espantarlo y, cuando sientes que se fue, los niños son libres de entrar.

A veces sientes que luchas por nada, porque de todas formas estos niños deberán dejar de hablar su idioma si algún día quieren seguir estudiando. En el colegio de Grano de Oro ya nadie habla cabécar. Esos niños que en sexto grado se entretenen en la clase de cultura practicando sus costumbres, cantando y bailando, se convierten en jóvenes que se avergüenzan de sus raíces. Con decepción en el rostro me cuentas como una vez te topaste en Turrialba a un alumno tuyo que logró llegar al colegio. Lo saludaste en cabécar: “Jiá” , y él te contestó con un serio  “Hola”, y siguió por donde venía, hablando con sus amigos y mandando un mensaje por su celular. 

Y es que la vergüenza de los niños cabécares, crece conforme van creciendo: por las trabas institucionales, por la falta recursos. De ahí que mantenerles la cultura a tus alumnos no es lo único con lo que debes luchar. Otro de los grandes obstáculos es el ausentismo. No sabes lo que es tener todos los pupitres de tu clase llenos; el que vino a clases el lunes, no viene el martes; tal vez el miércoles aparezca, por lo que, llevar un control y un seguimiento en la educación de estos niños, es  casi imposible. Me enseñas la lista de tu clase: hay 17 niños inscritos y el hecho de que hoy hubiera cita en el Ebais no es la única razón por la que solo hay dos niños ahí sentados. Muchos viven la misma historia que Mayela y deben caminar hasta dos horas de ida y dos más de vuelta, a lo que se suma un enorme desinterés por parte de los padres, porque la mayoría nunca fueron a una escuela y no comprenden por qué sus hijos deben hacerlo cuando podrían estar trabajando, monteando o recogiendo frijoles. “Y en época de la colecta de frijol, no se aparece ni uno solo a la escuela”, me cuentas.

No todo es oscuro, Albin. Mientras hablamos, me cuentas,  sin darle mucha importancia, que ahora ya no tienes que llevar a Mayela de vuelta a su casa porque cuando lograste convencer a su mamá y ella llegaba todos los días a la escuela, le contaba a sus primos cómo eran las clases y todo lo que aprendía, y, al poco tiempo, ellos también quisieron ir. Ahora van y vienen todos juntos y eso es gracias a ti, Albin. Luchaste por Mayela y su emoción por estudiar se contagió

También me cuentas de que acaban de recibir 20 computadoras donadas por la Fundación Omar Dengo y que tú mismo le vas a enseñar a los niños a usarlas. Simiriñak ha sido vista por el Ministerio de Educación Pública como una escuela modelo. Tienen nuevos pupitres y libros donados. Hasta hay un teléfono público afuera de la escuela, como lo hay en cualquiera de las de San José. Mientras hablamos, unos peones están construyendo un nuevo comedor a los 30 metros y me dices que te escriba mi nombre en un papel para después buscarme en Facebook, tal vez Simiriñak y su maestro no estén tan metidos en la montaña, después de todo.


Ya hemos hablado mucho, Albin. Tus alumnos te están llamando de nuevo. Me dices que la clase de matemáticas ya terminó y ahora van a pasar a Estudios Sociales; esa palabra tampoco existe en cabecar. Ve, Albin,  quizás mas tarde podamos seguir hablando y me cuentes otra historia, como referiste hace poco de cuando llegaste a Simiriñak y no tenías en donde escribir y pegaste una bolsa de plástico blanca y grande en la pared para usarla como pizarra, hasta que te llegó esta acrílica en donde enseñas ahora, en donde les escribes a los niños en español, aunque no lo quieras, porque eres un cabécar, aunque es casi igual de importante para ti, porque tú, Albin, eres un säyuäs. 

martes, 26 de octubre de 2010

Medias mojadas

Todavía está oscuro afuera y la luz amarilla del poste de electricidad entra a través de las cortinas de mi habitación. Abro por un segundo los ojos y el ambiente silencioso me invita a seguir soñando, sin embargo, en ese instante suena a todo volumen una canción que no logro identificar y de mala manera, apago el despertador.

Con los ojos cerrados camino hasta el baño; el agua caliente que cae sobre mi cuerpo no soluciona mi situación. “Tengo que bañarme con agua fría, así me despierto”. Todos los días pienso lo mismo pero todavía no he encontrado las agallas para hacerlo.

Una vez lista, encuentro mi motivación para ir a trabajar, abro la puerta y todos mis ánimos caen. Esta lloviendo, igual que el día anterior y el día antes de este.

Agarro la sombrilla, recojo mis ánimos del suelo y salgo de mi casa lista para emprender la travesía que me empapará hasta el alma.

Para cruzar la calle ya no es necesario fijarse a ambos lados si viene algún auto que atente contra mi vida, ahora hay que esperar a que la cabeza de agua que viene bajando pase y la corriente se calme, aguantar la respiración y sumergirse en ese río urbano.

Atravieso nadando el recién formado Reventazón y al mismo instante voy pensado que sería mas útil una balsa que una sombrilla.

Mientras espero bajo el insignificante techo de la parada de autobuses miro al suelo y la alcantarilla se convirtió en una catarata; el agua cae al oscuro y sucio abismo hasta que se llena y rebalsa, devolviendo las botellas, bolsas y basura que ahora flotarán río abajo hasta encontrar un nuevo acantilado al cual caer.

El autobús se transformó en un buque que atraviesa las calles, ahora mares, para recoger de puerto en puerto a los amargados y mojados ocupantes de sus fríos asientos.

Un gran poncho impermeable, con una pequeña señora adentro, bota su basura por la ventana y yo tristemente miro hacia afuera el agua que corre y las botellas que flotan son sus peces.
Siento frío, cucarachas en mis pies, son mis medias mojadas que me acompañaran el resto del día.

miércoles, 16 de junio de 2010

No se trata de andar de la mano, trata de derechos humanos

En nuestra querida Costa Rica, ciertos temas abarcan los medios de comunicación por cierto tiempo y con el pasar de los días ahí mueren; la gente se aburre de oír hablar sobre ellos y dejan de ser interesantes.

No quería convertirme en una de las muchas personas en escribir al respecto, pero después de leer tantos artículos de opinión, comentarios y posiciones de la gente, mi instinto no me permite quedarme callada

Estoy hablando de las uniones civiles homosexuales. Nótese que me refiero a uniones civiles y no matrimonios, porque ahí considero que se encuentra parte del problema que crea los conflictos.

Muchos defienden el matrimonio como acto de unión ante Dios de un hombre y una mujer para la procreación de hijos, fin primordial según la Iglesia Católica. Pero lo que los homosexuales desean es la unión civil, la reclamación de sus derechos como seres humanos y parte de esta sociedad.

Un amigo me comentó que votará NO en el referéndum de diciembre porque “no quiero que mis hijos vean a dos hombres caminando por la calle de la mano”… ¿Acaso esto es lo que las parejas homosexuales reclaman? Unidos legalmente o no pueden hacerlo así que votar NO en un sufragio discriminatorio no lo evitará. La comunidad homosexual existe, y aunque sea una minoría, se hace presente.

Me parece un pensamiento retrógrado que una mayoría sea la responsable de elegir si otras personas tienen el derecho de ir a visitar a su pareja al hospital o heredar sus bienes, por ejemplo.

Ponerse en los zapatos de otras personas en la mejor forma de hacer conciencia, y no pensemos en que sentiríamos todos si somos homosexuales; imaginémonos otras minorías, ¿Qué haría usted si fuera una persona negra, o pelirroja o vegetariana y estuviera en las manos de otras personas el que usted puede disfrutar o no de sus derechos como parte de una sociedad?

La unión civil de las parejas del mismo sexo afectaría en lo más mínimo a los matrimonios heterosexuales. Si existiera esa utopía y el día de las elecciones municipales el porcentaje de votos del SI sobrepasara a los del NO, nuestra vida no cambiaría; seguiríamos con los mismos problemas, mismas alegrías, el sol no dejará de salir por las mañanas y los que podamos, dormiremos tranquilos por las noches. Pero la vida si cambiara para esas parejas que llevan años conviviendo y que finalmente pueden unirse y gozar juntos de sus derechos.

jueves, 15 de abril de 2010

Dentro de la burbuja

Todas las madres aman a sus hijos; a algunas se les va la mano en sobre protección y encierran a sus retoños en burbujas imaginarias para que nada les haga daño y no tengan que saber sobre el mundo violento, hostil e injusto que los rodea y estos niños crecen ignorando cómo es la vida aquí afuera.

Si llevamos este caso a proporciones mayores, nos encontramos con países que han tenido a su población entera dentro de la misma burbuja, tan gruesa y fuerte que ni la información más punzante la puede atravesar. Sin embargo, hay una diferencia entre estos ejemplos: las madres lo hacen por amor, los gobernantes por pura represión.

Es más fácil gobernar a un país cuando sus ciudadanos son ignorantes y no están conscientes de los acontecimientos que los rodean; es por esto que muchos dirigentes vendan los ojos y cubren los oídos y bocas de su pueblo.

Durante la Guerra Fría, la Unión Soviética cubrió su territorio, no con una burbujita, sino con un caparazón de metal y durante 50 años los soviéticos pensaron que era normal vivir todos con las mismas condiciones, en casa sencillas, ropa humilde y sin ningún lujo. Todo parecía perfecto, pero la percepción cambio gracias a uno de los mejores medios de comunicación, la televisión, que le abrió las puertas al mundo para todas las personas y los soviéticos comenzaron a preguntarse "¿Cómo es que en otros países la gente vive en mansiones y tiene autos modernos?"... Así, la información atravesó el caparazón y contribuyó con la caída del comunismo.

Hoy el televisor es casi obsoleto y es muy sencillo censurarlo. "No me gusta su noticiero, dicen cosas que van en contra de mi ideología y me puede asustar al pueblo; los voy a cerrar". ¿Les suena parecido?

China tiene millones de páginas de Internet prohibidas y ningún cuidadano tiene acceso a ellas. Son prohibidas por que en su contenido se encuentran palabras que para nosotros son comunes, como derechos humanos, democracia, igualdad o Tíbet y las personas son encarceladas por diseminar sus creencias o información a través de páginas web.

El Internet, que en algún momento fue el mejor lugar para expresarse, se ha convertido en un mundo hostil, donde hay que andar con zapatos de lata, por que si se comenta algo que pueda llegar a enojar a alguno de los presidentes "sobre protectores", podríamos termianr en prisión, con el sello de presos políticos estampado en la frente y ninguna huelga de hambre nos va a salvar.

El que los pueblos se alcen en protestas, marches miles de personas manifestándose y algunas hasta mueran en altercados luchando por sus derechos, parece no importarles a aquellos que utilizan la mordaza de la censura para acallar las voces que exigen libertad de expresión.

Cada día cierran un nuevo canal de televisión, un periódico o prohiben una página en Internet. Todos somos comunicadores pero nos estamos quedando sin espacio para contar lo que sentimos y opinamos.

Ahora solo quedan unos cuantos blogs, periódicos y redes sociales, pero conforme la burbuja "sobre protectora" que filtra la información vaya creciendo, las voces se irán apagando y a menos que desarrollemos la habilidad para comunicarnos telepáticamente, será cada vez más difícil dar nuestra opinión y lograr reventar la burbuja de la opresión.

martes, 2 de marzo de 2010

Soldados de vista gorda

Soy fiel creyente de la nueva Ley de Tránsito y el domingo en la mañana fui a la famosa ferretería amarilla a comprar el botiquín y las herramientas que debo andar en el carro , como lo exige la nueva ley. Tranquilos, ya sé que el MOPT suspendió las multas por falta de estos implementos, pero me pareció buena idea tenerlos de todas formas. Además, en este país las decisiones duran tan solo unos días y puede ser que para la próxima semana decidan que mejor si cobran estas multas y hay que salir corriendo en estampida a comprarlos.

Compré mi extintor y mi botiquín, orgullosa de mi misma por apegarme a las leyes, aunque tengamos que esperarlas por años... Compré también el periódico, para leerlo en el desayuno y de repente, sentí que el título de la portada resaltaba como si hubiera sido escrito con amarillo fosforescente. Lo leí tres veces porque no lo podía leer: "Policías de tránsito rehusan aplicar nuevas multas".


¿Cómo es posible que esto pueda tener tantas trabas? La pobre ley ha pasado por tantos filtros, borrones y cuenta nueva, aburridas sesiones de plenario, cambios de multas. Tiene q soportar casi a la población entera quejarse sobre ella; la han insultado y tratado mal, pero ha logrado sobrevivir y justo a 24 horas de que comience su reinado y poderío, resulta que sus soldados tienes miedo de salir a la calle y defenderla...

Los policías de tránsito dicen temer aplicar las multas por represalias de los conductores, sobre todo multas elevadas, pero entonces, ¿Para qué son oficiales de tránsito? Se supone que son los responsables de cuidar nuestras calles de los locos que creen que manejan en pistas de carreras.

Vivimos en un país libre y todos podemos expresar lo que sentimos, pero por qué tienen que expresar su miedo ahora cuando pudieron haberlo hecho meses atrás, cuando la lay estaba en veremos y cada día sufría una nueva modificacion .

Lo confieso, a mi me daría miedo decirle a un borracho que debe pagar casi 300 mil colones por manejar en ese estado. Pero pongamos las cosas sobre la mesa; yo soy una cuidadana cualquiera, no muy alta que digamos y mi fuerza es comparable a la de un niño de 10 años. Los oficiales, se supone, han recibido capacitaciones para llegar a ser policías de tránsito y deben saber manejar este tipo de situaciones, no temerle.

No les voy a echar toda la culpa. Nadie manda a un ejército a la guerra si este no ha sido entrenado. Dictar las leyes es mucho mas sencillo que hacerlas cumplir y los legisladores no son los que irán a las calles a luchar contra los infractores, pero este país neecesita hombres y mujeres valientes y tal vez la valentía se logre con un aumento de salario...

Ahora no nos queda más que andar con cuidado, ya que mientras los oficiales no realizan las multas, a muchos irresponsables les segurá pareciendo divertido saltarse los altos y los semáforos en rojo. No habrá nadie que los detenga ni castigue y los soldados de la ley harán la vista gorda y los verán pasar.

¿Dónde está la responsabilidad del Estado que dicta el artículo 9 de la Constitución Política? Seguro es de esas leyes que existen, pero deciden ignorarlas...