miércoles, 9 de julio de 2014

Derecho negado

Estaba sentada en el banco de siempre, debajo de un árbol del Parque Morazán, terminando de fumar el cigarro de todos los días después de almuerzo. Tire la chinga al piso y la majé para que se apagara, me volví a sentar en el banco a esperar a que se terminara mi hora de almuerzo sin pensar realmente en nada, solo esperando al que el tiempo pasara. Sin darme cuenta, un niño se había sentado a la par mía. Lo vi de reojo, porque dicen que es una falta de respeto quedarse viendo fijamente a la gente, pero no lo pude evitar porque estaba claro que este no era un niño que estaba esperando a que su mamá lo alcanzara o saliera de alguna tienda. Andaba sucio, olía mal, tenía tierra en las uñas, una pantaloneta que alguna vez fue azul, una camisa muy grande para su talla y unas tennis de las tortugas ninja, ya muy gastadas y sin cordones. Fue mucho el tiempo el que me quede viéndolo, fue imposible que él no lo notara, así que me habló.

-          Muchacha, me regala algo?
-          Si tenga.

No lo pensé mucho, saqué las monedas que tenía en el pantalón y se las di. No podían ser más de 500 colones. Y así como llegó sin que lo notara, se fue con el mismo sigilo. “Ni gracias dijo”, pensé.
Al día siguiente, sentada en el mismo banco con el cigarro después de almuerzo a punto de terminar, volvió el mismo niño con la misma historia, se sentó a mi lado y me pidió algo. De nuevo, le volví a dar el menudillo que tenía. Pero me quedé pensando esta vez, en qué se gastará esas monedas ¿Será que se compra algo de comer? Pensé siendo optimista, cuando me sacudí  a mi misma, “no seas tonta, Lorena, se lo gasta en drogas”. Pero si es solo un niño, me respondí de nuevo. Pero supuse que para los niños de la calle, la edad es lo de menos. Tuve todo un debate interno.

Ya para el tercer día, tenía un plan. Me senté en el mismo banco del parque y fumé, esperando a que llegara el niño y justo cuando ya me iba apareció, de nuevo de la nada y esta vez me tuvo que haber reconocido, porque me saludó con un “hola” como si fuéramos amigos.

-          Hola muchacha, me regala algo?
-          Ya no tengo monedas, pero ¿Para qué las quiere, es para comer, tiene hambre?
-          Sí, siempre tengo hambre.
-          Bueno, vamos y yo le compro la comida. ¿Qué le gusta comer?

Que pregunta más estúpida, me dije de nuevo a mi misma; es lógico que ese niño comería lo que le dieran y así nos fuimos caminando en silencio las dos cuadras hasta Taco Bell. Quería hablar con él, preguntarle muchas cosas, pero no sabía como hacerlo. Tenía miedo de ofenderlo con mis preguntas. No quiso entrar al restaurante, me imaginé que le daba pena por lo sucio que estaba y lo mas seguro es que el guarda no lo dejaría entrar, así que pedí la comida para llevar y nos sentamos en la Plaza de Cultura.

Comía en silencio, muy rápido y a menudo se atragantaba con el burrito. Se chupaba la salsa que le corría por los dedos, sin importarle los sucios que estuvieran. Yo solo lo veía comer, seguía sin saber cómo conversar con él.

-          Gracias. – Me dijo cuando se terminó la última papa y se levantó para irse.
-          Con gusto. ¿Cuál es su nombre?
-          Daniel.
-          Yo me llamo Lorena
Y silencio. No dijo nada mas, se quedó viendo las manos y trataba de sacarse la tierra debajo de las uñas.

 - ¿Y usted en donde vive?
 - Por ahí, en ningún lado.
- ¿Cuantos años tiene?
- Tengo 14

Era pequeño, muy delgado y con unos ojos grandes y tristes. Habría jurado que no tenía más de nueve. Caminaba con las manos metidas en las bolsas de la pantaloneta y pateaba las piedras que había en el camino.

-          Si quiere, venga mañana otra vez al parque, y vamos a almorzar.
-          Bueno

No era de muchas palabras.

Al día siguiente estábamos de nuevo almorzando sentados en la Plaza de la Cultura. Ese día comimos en Mac. “Talvez la próxima debería darle algo que lo alimente, en lugar de estas cochinadas”, pensé, pero de todas formas él se comía sus dos hamburguesas con mucho entusiasmo y ya no tenía las manos sucias.

-          Me las lavé antes de venir. – Notó que le estaba viendo las manos. – Soy compita de un guachi que me deja usar el baño del parqueo en donde cuida.

¡“Esta hablando conmigo”! Así que tiré la pregunta que tenía en mi cabeza desde el día que lo vi.

-          ¿Por qué vive en la calle? ¿En dónde está su mama?  

Y se soltó a hablar, fue como haber destapado su boca y las palabras fluían de ella. Entre cada bocado de hamburguesa y aún con la boca llena, me contó que desde que tiene memoria, vivía en un albergue del PANI y que nunca conoció a su mamá. Ahí le daban de comer, le enseñaron a ir al baño, a pintar y a jugar con plasticina. Fue creciendo dentro de las paredes de madera del albergue, durmiendo en un cuarto grande junto con muchos niños más. Hasta que él mismo decidió que ya no era un niño y escapó. Eso fue cuando tenía 11 y desde entonces ha vivido en las calles.

-          Yo no soy tonto, en ese lugar llegué hasta cuarto grado. Pero di, ya sabía que nadie me iba a adoptar. Nadie quiere a un niño grande. Mejor vivir en la calle, donde nadie me jode ni me dice que hacer.


Terminamos de comer en silencio y nos despedimos con la mano. Pero sus palabras quedaron en mi mente. “Nadie quiere a un niño grande”, así que apenas regresé al trabajo después de la hora de almuerzo, y en lugar de editar en photoshop las fotos que había tomado en la mañana, dediqué mi tarde a googlear sobre las adopciones, qué está haciendo el PANI al respecto, qué sucede con estos niños, ¿quiénes adoptan? y en esas fue como me enteré que Daniel era lo que el PANI considera un niño institucionalizado. Niños que fueron declarados en abandono por algún juez familiar, candidatos a una adopción, pero que alcanzaron la edad escolar sin que nadie llegara por ellos. En otro enlace decía que en el 2012, los albergues del PANI contaban con 498 niños y niñas que ya se encontraban en seguimiento psicosocial de adopción. Esto quiere decir, listos para tener un papá y una mamá nuevos. Sin embargo, solamente  55 tuvieron una nueva familia y de estos 55, todos tenían menos de cinco años.

A la mañana siguiente, hice lo que siempre hago para mis tareas, llamé al PANI a pedir información.
     -    Buenas, soy estudiante de periodismo y quería averiguar información sobre las adopciones. Es para un trabajo de la Universidad.

    -       Ya la comunico

Hablé cinco minutos con Rocío Amador, del Consejo Nacional de Adopción y me dijo que en el PANI se trata de darle a los niños y niñas el derecho a una familia, pero el proceso de adopción es engorroso, son alrededor de 20 diferentes formularios y certificaciones que los adoptantes deben presentar, además de diversos análisis sicológicos, aprobación de un juez y la revisión profunda del caso de cada pareja que quiera adoptar un niño. El mayor problema está en que las parejas no quieren adoptar niños grandes, después de los cuatro años, solo bebés. En los albergues del PANI y de las ONG albergan más de 2500 niños y alrededor de 1800 ya superan los cuatro años.

Ese día esperé a Daniel en el parque, para nuestro ya rutinario almuerzo, pero no llegó.

No me considero una persona sentimental, y no sé si es ya porque estamos acostumbrados a ver indigentes y niños en la calle, que no me detengo a pensar sobre ellos. Pero Daniel y su historia me hicieron reflexionar y ahí sentada en el banco, terminando de fumar, recordé sobre lo que le sucedió a una amiga de la familia y me di cuenta de que el proceso de adopción  no es solamente engorroso, sino que muchas parejas topan con pared en el proceso. Muchas son rechazadas por excusas que consideran sin sentido.

Hace tres años estaba en el patio de mi casa en la fiesta de cumpleaños de mi papá y Yuliana Montero y Bernardo Quesada, amigos de él, me contaron su frustración a la hora de querer adoptar a un niño. Ellos ya cuentan con dos hijos propios, pero aun así quisieron  adoptar, solo por el hecho de contribuir y cambiarle la vida a una sola persona.  Estuvieron bajo estudio por dos años. Entregaron infinidad de papeles, realizaron pruebas sicológicas, se entrevistaron con trabajadoras sociales hasta que una les dio la noticia. Su caso sería rechazado ya que era sospechoso que una pareja que no tuviera problemas para procrear hijos propios y que ambos tuvieran buena posición económica, quisieran adoptar un niño.

-          ¿Será que acaso hay que se pobre, no tener trabajo y ser de reputación dudosa para poder adoptar? – Me dijo en ese momento Yuliana, aún con la decepción fresca.

Pasó una semana y Daniel no se aparecía por el parque. Creo que estaba un poco obsesionada. A veces salía con excusa de ir a comprar algo para ver si lo veía en diferentes horas, pero había desaparecido. Así que dedicaba un considerable tiempo leyendo sobre niños en abandono y adopciones. Frente a esos 55 niños que se adoptaron en el 2012, había 535 familias que estaban en estudio de adopción. Esto quiere decir que 480 parejas se fueron con las manos vacías. 480 niños y niñas que hubieran dejado de ser niños institucionalizados y hoy estarían en un hogar y no en un albergue  o peor aún, como Daniel, que después de tanto esperar por unos papás que nunca se lo llevaron, terminó en la calle

Pero en una tarde cualquiera, lo vi. Estaba lloviendo y ya casi era de noche. Ese día me quedé más de las cinco revelando fotos y cuando estaba cerrando el estudio me tocaron el hombro con un dedo.

-          Hola, ¿me regala un cigarro?
-           
Apareció así como si nada, como si no le importara el que yo llevara días preocupada por él. No debe de estar acostumbrado a que alguien lo haga.

Dudé, ¡Cómo le voy a dar un cigarro a un niño! Y de nuevo me sacudí a mi misma. “Peores cosas debe de haber consumido Daniel”. Le di dos, se guardó uno y se alejó con las manos metidas en los bolsillos y se despidió desde lejos, solo con la mano, sin voltear. Al día siguiente lo esperé en el mismo banco del parque, pero Daniel no llegó a almorzar.


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